El antiguo complejo de Torba se remonta al siglo V d.C., cuando los romanos construyeron las murallas de un puesto militar avanzado para contrarrestar la amenaza de invasión bárbara, cerca del pueblo de Castelseprio. En la actualidad, la atalaya sigue siendo un testimonio de la función original del castrum, transmitida por godos, bizantinos y longobardos y sometida a continuos cambios a lo largo del tiempo.
Tras haber sido una fortaleza defensiva, Torba se convirtió en un centro religioso con el asentamiento allí de un grupo de monjas benedictinas que, en el siglo VIII, encargaron la construcción del monasterio y, más tarde, de la pequeña iglesia. Durante unos siete siglos, la apartada comunidad femenina habitó este lugar, y el legado de su prolongada estancia se encuentra en los frescos hieráticos de la torre, que tienen un aura casi misteriosa.
En el siglo XV, los benedictinos se trasladaron, lo que supuso para Torba el inicio de un periodo de lenta decadencia que llevó al complejo a transformarse en una granja y, a principios del siglo XIX, a perder su función religiosa, deslizándose gradualmente hacia un estado de degradación que sólo llegó a su fin en 1976 gracias a la FAI. Hoy en día, este antiguo lugar con un pasado muy significativo (no por casualidad fue inscrito en 2011 en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO) disfruta de una nueva vida gracias también al continuo descubrimiento de reliquias de la época longobarda, que constituyen sólo una de las sorpresas que el monasterio -y la zona circundante, rica en tesoros naturales y artísticos- ofrece a quienes se alejan de los caminos trillados en busca de lugares interesantes.